EL JOVEN INCA
En 1533 Francisco Pizarro, tras un juicio sumario, ordenó la muerte del Inca Atahualpa. Sin embargo, este hecho no significó el fin del imperio incaico. Los conquistadores para dominar todo el territorio optaron por utilizar un sistema de dominación inca. Así, nombraron al joven Manco inca, como sucesor de Atahualpa. El joven monarca no fue una marioneta sumisa a merced de los hispanos. Todo lo contario, hastiado de la codicia, abuso y del poder desmedido que ejercían aquellos extraños, comenzó a preparar las tropas para su rebelión y recuperar la capital del Tahuantinsuyo, el Cusco.
Manco se encontraba descansando por un breve tiempo,
después de una larga caminata con su ejército. De pronto, logró divisar a lo
lejos un cóndor herido, cercano a un árbol de guayacán, buscaba algo de sombra,
el sol quemaba hasta las entrañas. El joven corrió hacia él, lo tomó entre sus manos,
percatándose que aún tenía signos de vida. En su choza, el ave con dificultad
logró beber algo de agua. Por varios días, estuvo pendiente de su recuperación,
hasta que, una mañana extendió sus alas para volar como nunca antes lo hizo. El
joven inca acompañó su vuelo con la mirada, un sentimiento inexplicable
experimentó al verlo partir, sintió cierta envidia malsana, pues era libre como
los vientos de los andes.
En una emboscada, Manco fue hecho prisionero cuando se
disponía abandonar la rústica cueva que le servía de morada, había sido
traicionado por uno de sus colaboradores. De inmediato fue azotado cruelmente
hasta perder el conocimiento. Para que sirva de ejemplo, fue atado fuertemente
a un guayacán del bosque andino, siendo abandonado a su suerte a expensas de que
sea devorado por las aves de rapiña u otro animal salvaje.
El guayacán, nace y crece en los andes, imponente y
desafiante, logra vivir de la nada, tiene un corazón duro y rojizo; igual a la
sangre que derramaba el joven herido atado a su corteza. De repente, desde el
cielo un ave revoloteaba haciendo giros, hasta que descendió colocándose frente
al frondoso árbol.
- - Majestuoso
Señor, no hay viento fuerte o inclemencia amenazante que logren doblegarte. Tu
corazón duro e impenetrable como la roca, no conoce la fatiga y cada día retas
al astro rey y lidias con la naturaleza agreste. Vengo hasta ti a solicitarte
una petición – dijo el ave con la cabeza inclinada.
- -Te
escucho pequeño amigo. ¿Qué deseas de mí? -respondió el árbol con grave voz,
saliendo de su letargo.
- - Aquel
joven atado a ti, hace algunos años salvó mi vida, su alma es blanca como la
nieve que cubre los andes nevados y su corazón cristalino como el jagüey. Te
pido humildemente hagas algo por él – dijo el cóndor.
- - Siento
aún sus débiles latidos, su aliento se apaga poco a poco, pero no ha dejado un
instante de luchar. Somos iguales en esencia y juntos desafiaremos al tiempo y
a la muerte, seremos uno solo hasta alcanzar la inmortalidad.
No había terminado de hablar, cuando el guayacán empezó
a contornearse, absorbiendo por completo al joven monarca, convirtiéndose en
uno solo. Luego, el árbol se cubrió de flores y el tronco retorcido se agrandó
en su diámetro, creciendo también en altura. Después de verlo todo, el cóndor expresó
su agradecimiento para emprender el vuelo, hasta desaparecer entre los picos
helados.
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