EL ARBOL DE MANGO
Llegó el ansiado domingo. Me levanté más temprano de lo habitual, mi madre ya se encontraba en la cocina preparando el desayuno. Mis hermanos aún dormían.
-
¿Te caíste de la cama? ¿Anoche hiciste
demasiado ruido? - preguntó.
-
Buenos días, amá. No podía dormir, ¿Sabes?, hoy
juega mi equipo el Cruz de Chalpón contra Olmos Club, ¿Quién crees que ganará?
– pregunté.
-
Olmos 2 a 0 – respondió sin titubear, mientras
preparaba unos huevos revueltos. Siempre mi viejita apostaba por el equipo contrario.
No sé porque hacia eso, pero el efecto inmediato era un fastidio pasajero.
Desayuné
con rapidez y me fui en busca de mi amigo “Django”, cómplice de mil aventuras,
tenía 12 años cumplidos, un año menos que yo. De risa contagiosa, mirada
dormilona y caminar bamboleante. El apodo se lo puso su padre, pues de pequeño
imitaba al actor Franco Nero, quien daba vida al pistolero “Django”, en las
películas del oeste americano, que veíamos en el único cine del pueblo.
El día
anterior, estuvimos juntos elaborando un plan infalible para ingresar al
estadio sin pagar, como tantas veces lo habíamos hecho. Sabíamos que esta vez
sería diferente pues era un partido por la Copa Perú, así que la seguridad iba
a ser extrema, para anular a los zampones.
El
encuentro estaba programado para las 5 p.m. de ese día. Una atmósfera especial de
fiesta se notaba en las calles. El tema recurrente, durante la semana, había
sido el “choque” entre estos dos equipos. La rivalidad venía de muchos años
atrás, tanto era ese tiempo que se había desvanecido el motivo que lo originó.
Nuestro
accionar se basaba en dos puntos centrales, el primero era llegar bastante
temprano al estadio, contactar a don Chicho – siempre cuidaba la entrada
principal del recinto deportivo- y pedirle que nos ayude. Don Chicho era muy
amigo del papá de Django y vivía cerca a mi casa. Varias veces, me pedía
mandados, los mismos que cumplía a cabalidad.
Así
que, apenas nos divisaba, con la mirada nos llamaba y en un chispazo estábamos
dentro del estadio. El segundo era más arriesgado, teníamos que escalar una
pared de adobe muy alta en tiempo récord y saltar de inmediato hacia el
interior del estadio, una vez dentro nadie te perseguía. La desventaja de esta
alternativa consistía, en que esa pared era vigilada por Petete- de aspecto
encorvado, pocos amigos y risa sarcástica- un tipo que tenía en una mano una
vara de membrillo y en la otra un cinturón de cuero, ambas cosas las manejaba
con una destreza propia de un monje Shaolin. Si te llegaban a tocar, el
latigazo-aparte de que marcaba- te producía de inmediato un ardor penetrante
que no te permitía disfrutar el espectáculo. Además, Petete cada vez que
acertaba en el cuerpo de un intruso, soltaba una sonora carcajada y vociferaba:
¡¡¡ Doceeeeee ¡¡¡¡ - indicando que ya llevaba doce personas acertadas.
El
estadio, era un recinto circundado por paredes altas de ladrillo y también de
adobe, no tenía baños, había una zona donde iban a construirse, pero estaba en
ruinas y era utilizada como basurero, tenía un olor nauseabundo. Creo que, por
esta razón, la concurrencia de las mujeres era casi nula.
El
campo de juego era de arena, cuando lo pisabas, una cuarta parte del zapato
quedaba enterrado. La condición física de los jugadores debía ser envidiable,
para soportar 90 minutos o más de juego intenso. No existía una malla
protectora que permitiera separar al público de los jugadores, así que cuando
se producía un gol, una falta no cobrada u otro suceso considerado por los
asistentes como “anormal”, éstos entraban en mancha e invadían el campo, muchos
de ellos llevaban en sus manos bolsas con arena, para arrojarle al árbitro o al
jugador contario más peligroso.
No
existían tribunas, así que los espectadores se colocaban alrededor del área de
juego, ésta era marcada con yeso – a los pocos minutos de iniciado el cotejo, desaparecía
al mezclarse con la arena-además casi siempre la zona era invadida por el
público, conforme aumentaba la intensidad del partido.
-
¿Estará don Chicho?- inquirió Django
-
Por supuesto, él es el encargado de la puerta,
nunca falta – me apresuré en contestar. Sin embargo, un presentimiento recorrió
mi mente como una ráfaga ¿estará?
-
¿Hablaste con Mónica? - pregunté tratando de
desviar el tema.
-
Aún no-Django sonrió nervioso-su viejo no la
dejó salir, pero este sábado en el tono de Julito, le caigo
-
Irá?.. ya es la tercera vez que te falla, creo.
-
Sí, si me lo prometió
-
Bacán
Caminábamos
un poco apresurados, como deseando que todo acabe de una buena vez. Al voltear
la esquina, nos cruzamos con algunos amigos, hicimos un saludo rápido y
continuamos. Llegamos a la puerta del estadio, tres tipos estaban en la puerta,
nunca antes los habíamos visto.
-
Buenos días, señor. ¿Vendrá hoy don Chicho? -
pregunté a uno de ellos
-
Está de vacaciones en el Caribe. Todos los
presentes celebraron la respuesta con una carcajada. ¿Caribe? No tenía la más
remota idea de lo que significaba. Nos retiramos de la puerta, algo perturbados.
A esa
hora de la mañana, poca gente transitaba, algunos se acercaban al viejo y
oxidado latón que hacía de puerta, para indagar sobre los precios de las
entradas. Colgaba un cartel escrito con plumón negro: Entrada General S/.
25.00. Mi propina quincenal a veces llegaba a 2 soles.
-
Pucha colorao, don Chicho no vendrá.
-
Ya lo escuché, estamos fregaos.
-
Y …… ¿ahora?, no tenemos plata para comprar las
entradas. A mi viejo no le pido ni cagando, me da roche.
Mi
padre era hincha del equipo Cruz de Chalpón. Cierta vez, ingresó al estadio con
sus amigos, estaba un poco pasado de copas y tambaleándose vociferó:
-
¡Cien soles al Chalpón ¡
Los
que estuvieron cerca rieron ante semejante apuesta, ya que en esos momentos los
equipos que estaban jugando eran el Deportivo Cachorro y Chacarita Juniors.
Varias
veces me crucé con él dentro del estadio, en el campeonato local. Nunca le
pedía dinero para pagar una entrada. Cuando sus amigos me divisaban, le pasaban
la voz de mi presencia, él con cierto aire de orgullo disimulado decía: Es un
pendejo, no sé cómo logra ingresar. Esa poderosa razón, me impedía pedirle
dinero para comprar la entrada. Sentía que lo defraudaría, además si entraba,
Django no lo haría porque no tenía dinero, así que estábamos juntos en esta
encrucijada.
-
¿Qué haremos? – interrogué
-
Tenemos que trepar el muro, nos colocamos en
extremos diferentes, mientras yo distraigo a “Petete”, aprovechas pa’ subir al
toque - explicó el colorao.
-
¿Cómo entrarás?
-
No te preocupes, haré mancha con otros que
quieran trepar y en el primer descuido, zaaaaasss me zampo.
La
pared era de adobe antiguo, muy alta- o tal vez era mi temerosa percepción- una
acequia la recorría en su totalidad, formando una barrera natural por la maleza
tupida que crecía en sus bordes. Existía una pequeña zona, donde la acequia se
alejaba de la pared, ese era el territorio celosamente resguardado por Petete.
En
esta parte, entre las uniones de los adobes había pedazos de palos y piedras
puntiagudas en forma de estacas, colocados allí como ayuda para treparla. La
gente se apostaba en esta zona, para regocijarse y presenciar el espectáculo,
celebrando con carcajadas cada vez que Petete acertaba en el cuerpo de un
intruso y lo hacía retroceder. Decidimos intentarlo muy temprano, mientras
menos personas mejor y tal vez Petete se podría apiadar de nosotros y nos daba
una mano. Esto último nunca sucedería.
Después
de caminar presurosos por el borde de la acequia, nos percatamos que la zona
estaba sin curiosos, al girar nuestra mirada hacia la pared, estaba Petete
observándonos todo el tiempo, junto a dos individuos más, con las mismas armas-
varilla y látigo- intimidante en extremo. Además, las estacas habían
desaparecido del muro y la acequia se encontraba en su máximo caudal, haciendo
esta opción inviable para nosotros.
Justo
al frente de esta parte de la pared, se erigía un frondoso árbol de mango, mudo
testigo de todo lo que ocurría a su alrededor. Imponente, desde su copa disfrutabas
de una envidiable y privilegiada vista del campo de juego y de gran parte de la
ciudad. Estaba ubicado en una chacra abandonada, no se sabía nada del dueño, sin
cerco protector que restringiera el paso, sólo las invasiones de los pobladores
sin techo, amenazaban la supervivencia de los pocos árboles de mango que aún se
mantenían en pie.
Decidimos
descansar debajo de este enorme árbol, un aire fresco acariciaba nuestros
rostros transpirados, el sol norteño ya empezaba hacer su trabajo. Tuvimos que
alejarnos de su tronco, pues un desagradable olor emanaba de su alrededor,
mezcla de orines con excremento humano, dejado allí por la mayoría de invasores
cercanos.
Al
mirarlo en tales condiciones, una extraña sensación recorrió mi cuerpo, sentí
que nos pedía ayuda, su tronco cortado por armas filudas, mostraban huellas
marcadas en donde aparecía palabras como: “Coyote”, “Bam Bam”, “Pavo”, seguidos
de fechas que perpetuaban el vejamen realizado e informaban quiénes mandaban
allí. Sabía que sólo era cuestión de tiempo para que no lo volviéramos a ver,
la amenaza latente del crecimiento desordenado de la ciudad, jugaba en su
contra.
-
¿Ya viste? Petete trajo compañía, está tranca
intentarlo- dijo el colorao algo contrariado.
-
Estamos casi solos acá, la gente se habrá
pasado la voz, tal vez- atiné a decir.
-
Sí, eso será. Mejor sin tantos sapos, pero a
esa pared no me acerco ni loco.
-
Yo tampoco-me apresuré en responder.
Un
silencio intrigante nos acompañó por varios minutos, de repente el rostro del
colorao se iluminó, como si hubiera encontrado la solución al problema
-
¿Y si nos subimos al mango, ahora?, si te das
cuenta no hay nadie, así que buscamos un buen lugar en las primeras ramas y
esperamos hasta que empiece el partido
El
colorao sabía que le tenía pánico a la altura, además era torpe tratando de escalar árboles. Mi amigo
el “mono” Willy – el apodo se lo pusieron porque subía un árbol con una
habilidad que emulaba al animal- tenía en el corral de su casa un viejo árbol
de tamarindo. Alguna vez, intenté subir y a la mitad quedé paralizado, tuvieron
que colocar una escalera para que suelte la rama a la que estaba asido y así
poder bajar. Ese hecho corrió como reguero de pólvora entre mis amigos, tuve
que soportar sus bromas por un buen tiempo.
-
¿Ahorita?
-
Sí compare, pa’ ganar el espacio o quieres
subir cuando esté el Coyote
-
No, no, pero es temprano y buuuuu falta
bastante pa’l partido
-
Ta’ que siempre buscando la contra, a ver dame
otra solución
-
Uhmm….no se me ocurre nada, tengo la mente en
blanco, cumpita.
-
¿Entonces?, debemos subir ya, porque llega el
Coyote con sus patas y nos jodemos
-
Ya pe, pero voy achicar la bomba al toque.
Me
alejé a una parte árida y comencé a miccionar, el colorao me siguió e hizo lo
mismo, no pudimos hacerlo cerca al tronco del árbol, algo en nuestro interior
lo impidió, suficiente con el daño visible que mostraba.
“Coyote”
estaba cercano a los veinte años, se ganaba la vida vendiendo pescado en un
puesto en el mercado, su padre cuando era pequeño lo castigaba severamente por
su mal comportamiento con las personas y su poca predisposición al estudio.
A los
catorce años, se le enfrentó y tiempo después se fugó de su casa. Armó una
covacha con esteras cercana al árbol de mango, cuando comenzó a trabajar se
mudó a un cuarto pequeño en la ciudad. Muchas veces, cuando con mis amigos nos
íbamos a bañar a la acequia, lo divisábamos en la copa del árbol, cómodamente
instalado, silbando alguna canción de moda.El
mensaje que nos enviaba era que el árbol le pertenecía, un territorio con dueño,
una zona restringida para nosotros.
Miramos
para todos los lados, no se veía a nadie cerca. Django me hizo un ademán con la
cabeza y corrió a velocidad con dirección al árbol, de inmediato sin pensarlo
lo seguí. Su tronco era ancho y de corteza gruesa. Apenas iniciamos el ascenso,
de los arbustos saltaron cual leopardos en busca de su presa, el “Coyote” y sus
amigos. Todo el tiempo, estuvieron vigilando nuestros movimientos, caímos
redonditos.
-
¡¡¡ Sube rápido CARAJO ¡¡¡ - vociferó el “Pavo”,
al mismo tiempo que me empujaba para que continuara ascendiendo.
Un
frio helado se apoderó de todo mi cuerpo, agarré una rama gruesa, intentando
quedarme allí. Los empujones unidos a todo tipo de insultos, me hicieron saber
que no estaba de acuerdo. Me obligó a seguir subiendo, trataba de no mirar
hacia abajo, tenía en la garganta un nudo, un llanto reprimido, a punto de
explotar. No lo hice, tampoco decía nada, sólo me limitaba a subir y subir. Llegué
a la copa del árbol, hasta ubicarme en una rama delgada.
El
“Pavo” se colocó en la parte más gruesa de esa rama, impidiéndome el paso, en
el supuesto que quisiera bajar. En esos instantes, busqué con la mirada a
Django. Estaba en una rama también delgada, algo lejano y en sentido opuesto al
mío. Nunca olvidaré la cara de pánico que mostraba, sus ojos estaban llorosos y
también era custodiado para impedir que descienda. Traté de calmarme y
acomodarme en aquella rama.
-
Si ves a tu viejo le gritas fuerteee o le
silbaaaasss – gritó el colorao
-
Cállate ‘on de mierda, la próxima te empujo pa’
bajo ahhh – amenazó su “cuidador”
-
Gritas y te agarro a golpes, ya sabes ‘on. Se
creen pendejos. Nos querían cagar, pues se jodieron- fue el mensaje que recibí.
No
comprendía aún aquellas amenazas, porque tanto rencor en esas palabras. Su
apodo era “Pavo”, no por el parecido, sino por la imitación perfecta que hacía
del sonido que emite este animal. Flaco, nariz aguileña y frente amplia, mayor
que nosotros. En ese momento, el temor que experimentaba no entendía si era a
la altura, al “Pavo” o ambas.
El sol
estaba en todo su esplendor, quemaba con intensidad. No sé cuánto tiempo estuve
casi inmóvil, pensando a qué hora se rompería la rama. Traté de ensayar algunas
posiciones, para tener algunas opciones cómodas para sentarme, al cabo no sabía
cuánto tiempo estaría en ese lugar.
Comenzaron
a subir más personas, sin insultos, empujones o cuidadores, con el adicional
que elegían el espacio perfecto del árbol. Traté de mirar hacia abajo entre los
espacios que dejaban ver las hojas, pude observar a dos personas entregarle
dinero al “Coyote”, antes de comenzar a treparse. Recién relacioné todo. El
“Coyote” nos estaba castigando por haber osado tratar de burlarlo. Habíamos
olvidado que el árbol era de su “propiedad”, por tanto, si deseabas subir para
ver el partido desde una vista privilegiada, tenías que pagar.
-
El sábado, Mónica irá al tono con Yuli- gritó
el colorao, tratando de desviar mi atención hacia un tema agradable, ya que la
chinita Yuli me gustaba.
-
Entonces, iremos compare de todas mangas –
contesté sin mirarlo.
-
Bacán, también irá el mono, están casi todos
los patas del barrio.
-
Colorao, ¿Ves la Iglesia?
-
Claro cumpa, es grandota. Aquí estamos cerca al
cielo, carajo. Veo hasta mi casa.
-
No seas pendejo, no se ve nada, ta’ que eres
palero.
-
Por mi Santísisisima Cruz – se apresuró a jurar
para demostrarme que decía la verdad.
-
Ta’ bien te creo, cumpita- el sólo hecho de
haber nombrado a la Cruz de Motupe, me aseguraba que no mentía.
Poco a
poco, el árbol se fue llenando de más “inquilinos”, en su mayoría personas
jóvenes, que llegaban en grupos. Pasaba ya el mediodía, lo sabía pues el sol
nos caía en la cara y brazos.
La
falta de alimento y agua, comenzaban a tener un efecto directo sobre nuestro
cuerpo. Cogí unos pequeños mangos verdes aún, los limpié con mi polo,
incrustando mis dientes, empecé a saborearlos, tenían mejor sabor si lo combinabas
con sal.
Ya
llevaba varias horas en aquella rama, me percaté del ingreso de mi padre con mi
hermano, lo sacaba por la forma inconfundible que caminaba, se apostaron muy
lejos desde donde me encontraba, así gritara con todas mis fuerzas, no me
escucharían.
Se me
vino a la mente, el espesado de choclo que mi mamá iba a cocinar ese día,
seguro mi hermana lo estaba disfrutando, cambié de pensamiento ante el sonido
que hizo mi estómago. Nunca antes había experimentado combinación de hambre y
sed, es torturante. Desde mi posición escuchaba el pregonar de los vendedores: Humiiitaass,
tortitaass, gaseoosaaass, chichaaaa de joraaaaaa, chiiifleeesss. Sólo atinaba a
morder mi mango verde.
-
Ta’ me
cagoo de hambree y seee – gritó el colorao
-
Come manguitos, comparito, están ricos
-
No veo ninguno por acá
-
Espera, te lanzo algunos
-
Están recontra chiquitoooosss y verdeessss,
cumpitaaaa
-
Son los únicos que hay, trágatelos nomás, no
jodas.
Desde
esa posición tan alta, observaba todo a mi alrededor y la vista panorámica te
dejaba sin palabras. Durante ese tiempo, un par de veces dirigí mi mirada hacia
abajo, la altura intimidaba.
El
“Pavo” no me molestaba, tampoco me dirigía palabra alguna, conversaba con sus
amigos cercanos sobre la chacra, jornales y esas cosas. El estadio reventaba de
gente, las barras ensayaban sus mejores cánticos, los pocos policías trataban
de poner orden entre el público evitando que se invada la zona de juego.
Desde
mi rama observaba todo. Miré hacia abajo y a los costados, el árbol también
explotaba de gente. El “Coyote” y sus amigos, habían hecho el negocio de su
vida, ese día. El “Pavo” y “Chico” – que cuidaba a Django- se fueron hacia unas
ramas más abajo. Antes de bajar- el “Pavo” - me miró con burla y me dijo:
-
Oe chiquillo, agárrate fuerte, cuando sientas
el terremoto, jajajaja.
Unos
momentos después entendería lo que trató de decirme. Apenas se fue, me deslicé
hacia el lugar que dejaba, ya que en esa parte la rama era un poco más gruesa.
El hambre se me había pasado un poco, pero la boca la sentía reseca y el sol
quemaba mi rostro en demasía, me saqué el polo, lo coloqué en forma de nudo en
mi cabeza para protegerme.
Django
también lo había hecho así, pero el rostro lo tenía color tomate. Había
cambiado de posición, ahora estábamos más cercanos.
-
Nos salió mal el tiro cumpita, por eso no me
gusta hacer planes- se quejó el colorao
-
No podemos bajar, somos los únicos monses que
estamos en la punta.
-
Si, pe. Al principio estaba bien asustao, pero
ahorita lo que jode es el sol y el hambre
-
No pienses en eso, cumpa. También me asusté,
esos patas son abusivos, cuando baje le contaré a mi hermano pa’ que los haga
cagar, vas a ver.
-
Yo le diré a mi tío Chepo pa’ que los agarre a
jebazos, los hará llorar uno a uno.
Entre
promesas de amenazas futuras, nos vengábamos imaginariamente por el atropello
recibido. Nuestro diálogo fue interrumpido en forma brusca por una fuerte
sacudida de nuestras ramas, la misma que llegaba acompañado por un griterío y
silbidos infernales.
Logramos
cogernos con fuerza, mientras el samaqueo nos llevaba hacia cualquier lado.
Adopté una posición fetal, el movimiento y el ruido no cesaba, cerré los ojos,
si miraba como se movían las ramas, tal vez me soltaba. Lo único que deseaba
era que cese el movimiento, los minutos que duró fueron eternos, hasta que la
intensidad fue pasando y hubo una ligera calma.
Miré hacia
el estadio, el equipo del Cruz de Chalpón se encontraba en el campo de juego,
ese hecho había provocado el “terremoto” en el árbol, el cual me advirtió el
“Pavo”.
Los
movimientos se repitieron varias veces, ante una falta no cobrada por el
árbitro, un ataque del equipo visitante, pero ninguno se comparó con el gol del
Chalpón, el “terremoto” fue de magnitud 9 grados o más en la escala de Richter,
las ramas eran sacudidas como papel, nosotros permanecimos impregnados a ellas,
en mi mente, el pensamiento recurrente era a qué hora se rompe la rama y me
estrello contra el suelo.
Django
me miraba con una cara de angustia notoria, lo que deseábamos era que la
pesadilla acabe. Durante todo el encuentro, incluido el receso, si miré el
partido tres veces fue demasiado, casi todo el tiempo estuve esperando la
sacudida agarrado a mi rama.
Sin
embargo, en medio de esta vorágine, sucedió un hecho insólito, mientras
permanecía con los ojos cerrados, una especie de corriente ingresó por mis
manos, llegando a mi mente. De pronto el ruido a mi alrededor se bloqueó, una
voz reconfortante me invitaba a la calma, me decía que nada me iba a pasar y que
confiara en sus ramas, ya que eran sus brazos, sólo confía en mí, me volvió a
repetir.
En ese
instante, abrí mis ojos, el movimiento había pasado. Estaba confundido, ¿escuché
lo que escuché? El hambre o mi imaginación, me estaban tomando el pelo. Lo único
que sé, es que, a partir de ese momento, el miedo se alejó de mí, la situación
incómoda que estaba pasando, ya no lo era tanto. Surgió un aire de confianza
respecto a que nada malo nos iba a suceder. Podría sin lugar a equivocarme que
comencé casi a disfrutar el momento, sin tanto temor.
Se
escuchó el pitazo final, sentimos un último remezón y después entre murmullos,
comenzaron a descender del árbol. El sol había cambiado de color a anaranjado
intenso, la gente del estadio también comenzó a retirarse. En la pared de
adobe, la figura de Petete se había esfumado. Nosotros permanecíamos casi
inmóviles en la parte más alta del árbol.
-
Cumpa hay que bajar, ya se fueron todos – dijo
Django
-
¿Ya se fueron?
-
Sí, sí creo que sí. No veo a nadie
Lentamente
comenzamos el descenso, tanteando para poner los pies en la rama correcta,
mientras una parte de mi pecho desnudo era marcado por los pequeños nudos de la
corteza del árbol.
Conforme
descendía, me asombraba el lugar donde habíamos estado minutos antes. Comenzó a
oscurecer, aceleramos el paso hasta que tocamos tierra firme, creo que ese
momento sólo se compara a la de un náufrago tocando la arena en la orilla de
una playa.
Un
olor nauseabundo se apoderó de nosotros, caminamos apresurados para alejarnos
con la idea que venía del lugar, sin embargo, el olor persistía en ambos. Nos
dimos cuenta que teníamos restos de excremento en el cuerpo y la ropa.
El
“Coyote” y sus amigos, nos dejaron un regalito extra antes de retirarse,
untaron todo el tronco con excremento, con el propósito de que nos embarremos
al bajar, sucediendo exactamente eso.
Un
silencio casi sepulcral nos invadió de regreso a nuestras casas, no
pronunciamos ninguna palabra, mientras caminábamos casi por inercia. Nos ardía
el cuerpo, estábamos sedientos, hambrientos y además “olorosos” en exceso. Los
focos de los viejos postes de madera se encendieron, una luz tenue iluminó las
calles.
La
gente se mostraba alegre, había formado pequeños grupos en las esquinas o en
las puertas de sus casas. Recién nos enterábamos que el Chalpón había ganado 1
a 0, había pasado a la siguiente fase de la Copa Perú.
La
noticia no me alegró en absoluto, hubiera preferido que pierda. Imaginé otra
vez, lo que iba a tener que soportar ese inmenso árbol de mango. Allí esperaría
inmóvil, paciente, sin opción de queja, a que lleguen las “hordas” y “hagan su
trabajo” por enésima vez, sin reparos ni remordimientos. La ciudad estaba de
fiesta.
Ameno relato
ResponderEliminarGracias
EliminarEn los años que trabajaba en olmos escuché de la rivalidad que tenían con motúpe, aunque ahora está más calmado, años atrás era más acentuado. Buena experiencia licenciado. Un abrazo.
ResponderEliminarEsa rivalidad no solo era en el fútbol. Sin embargo, ahora no es así. Saludos
EliminarQué buena narración, leerlo fue como estar en aquella olorosa aventura que vivieron juntos a mi papá Django.
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