EL ARBOL DE MANGO


Llegó el ansiado domingo. Me levanté más temprano de lo habitual, mi madre ya se encontraba en la cocina preparando el desayuno. Mis hermanos aún dormían.
-          ¿Te caíste de la cama? ¿Anoche hiciste demasiado ruido? - preguntó.
-          Buenos días, amá. No podía dormir, ¿Sabes?, hoy juega mi equipo el Cruz de Chalpón contra Olmos Club, ¿Quién crees que ganará? – pregunté.
-          Olmos 2 a 0 – respondió sin titubear, mientras preparaba unos huevos revueltos. Siempre mi viejita apostaba por el equipo contrario. No sé porque hacia eso, pero el efecto inmediato era un fastidio pasajero.

Desayuné con rapidez y me fui en busca de mi amigo “Django”, cómplice de mil aventuras, tenía 12 años cumplidos, un año menos que yo. De risa contagiosa, mirada dormilona y caminar bamboleante. El apodo se lo puso su padre, pues de pequeño imitaba al actor Franco Nero, quien daba vida al pistolero “Django”, en las películas del oeste americano, que veíamos en el único cine del pueblo.
El día anterior, estuvimos juntos elaborando un plan infalible para ingresar al estadio sin pagar, como tantas veces lo habíamos hecho. Sabíamos que esta vez sería diferente pues era un partido por la Copa Perú, así que la seguridad iba a ser extrema, para anular a los zampones.

El encuentro estaba programado para las 5 p.m. de ese día. Una atmósfera especial de fiesta se notaba en las calles. El tema recurrente, durante la semana, había sido el “choque” entre estos dos equipos. La rivalidad venía de muchos años atrás, tanto era ese tiempo que se había desvanecido el motivo que lo originó.
Nuestro accionar se basaba en dos puntos centrales, el primero era llegar bastante temprano al estadio, contactar a don Chicho – siempre cuidaba la entrada principal del recinto deportivo- y pedirle que nos ayude. Don Chicho era muy amigo del papá de Django y vivía cerca a mi casa. Varias veces, me pedía mandados, los mismos que cumplía a cabalidad.

Así que, apenas nos divisaba, con la mirada nos llamaba y en un chispazo estábamos dentro del estadio. El segundo era más arriesgado, teníamos que escalar una pared de adobe muy alta en tiempo récord y saltar de inmediato hacia el interior del estadio, una vez dentro nadie te perseguía. La desventaja de esta alternativa consistía, en que esa pared era vigilada por Petete- de aspecto encorvado, pocos amigos y risa sarcástica- un tipo que tenía en una mano una vara de membrillo y en la otra un cinturón de cuero, ambas cosas las manejaba con una destreza propia de un monje Shaolin. Si te llegaban a tocar, el latigazo-aparte de que marcaba- te producía de inmediato un ardor penetrante que no te permitía disfrutar el espectáculo. Además, Petete cada vez que acertaba en el cuerpo de un intruso, soltaba una sonora carcajada y vociferaba: ¡¡¡ Doceeeeee ¡¡¡¡ - indicando que ya llevaba doce personas acertadas.

El estadio, era un recinto circundado por paredes altas de ladrillo y también de adobe, no tenía baños, había una zona donde iban a construirse, pero estaba en ruinas y era utilizada como basurero, tenía un olor nauseabundo. Creo que, por esta razón, la concurrencia de las mujeres era casi nula.
El campo de juego era de arena, cuando lo pisabas, una cuarta parte del zapato quedaba enterrado. La condición física de los jugadores debía ser envidiable, para soportar 90 minutos o más de juego intenso. No existía una malla protectora que permitiera separar al público de los jugadores, así que cuando se producía un gol, una falta no cobrada u otro suceso considerado por los asistentes como “anormal”, éstos entraban en mancha e invadían el campo, muchos de ellos llevaban en sus manos bolsas con arena, para arrojarle al árbitro o al jugador contario más peligroso.

No existían tribunas, así que los espectadores se colocaban alrededor del área de juego, ésta era marcada con yeso – a los pocos minutos de iniciado el cotejo, desaparecía al mezclarse con la arena-además casi siempre la zona era invadida por el público, conforme aumentaba la intensidad del partido.
-          ¿Estará don Chicho?- inquirió Django
-          Por supuesto, él es el encargado de la puerta, nunca falta – me apresuré en contestar. Sin embargo, un presentimiento recorrió mi mente como una ráfaga ¿estará?
-          ¿Hablaste con Mónica? - pregunté tratando de desviar el tema.
-          Aún no-Django sonrió nervioso-su viejo no la dejó salir, pero este sábado en el tono de Julito, le caigo
-          Irá?.. ya es la tercera vez que te falla, creo.
-          Sí, si me lo prometió
-          Bacán

Caminábamos un poco apresurados, como deseando que todo acabe de una buena vez. Al voltear la esquina, nos cruzamos con algunos amigos, hicimos un saludo rápido y continuamos. Llegamos a la puerta del estadio, tres tipos estaban en la puerta, nunca antes los habíamos visto.
-          Buenos días, señor. ¿Vendrá hoy don Chicho? - pregunté a uno de ellos
-          Está de vacaciones en el Caribe. Todos los presentes celebraron la respuesta con una carcajada. ¿Caribe? No tenía la más remota idea de lo que significaba. Nos retiramos de la puerta, algo perturbados.

A esa hora de la mañana, poca gente transitaba, algunos se acercaban al viejo y oxidado latón que hacía de puerta, para indagar sobre los precios de las entradas. Colgaba un cartel escrito con plumón negro: Entrada General S/. 25.00. Mi propina quincenal a veces llegaba a 2 soles.

-          Pucha colorao, don Chicho no vendrá.
-          Ya lo escuché, estamos fregaos.
-          Y …… ¿ahora?, no tenemos plata para comprar las entradas. A mi viejo no le pido ni cagando, me da roche.

Mi padre era hincha del equipo Cruz de Chalpón. Cierta vez, ingresó al estadio con sus amigos, estaba un poco pasado de copas y tambaleándose vociferó:
-          ¡Cien soles al Chalpón ¡
Los que estuvieron cerca rieron ante semejante apuesta, ya que en esos momentos los equipos que estaban jugando eran el Deportivo Cachorro y Chacarita Juniors.
Varias veces me crucé con él dentro del estadio, en el campeonato local. Nunca le pedía dinero para pagar una entrada. Cuando sus amigos me divisaban, le pasaban la voz de mi presencia, él con cierto aire de orgullo disimulado decía: Es un pendejo, no sé cómo logra ingresar. Esa poderosa razón, me impedía pedirle dinero para comprar la entrada. Sentía que lo defraudaría, además si entraba, Django no lo haría porque no tenía dinero, así que estábamos juntos en esta encrucijada.
-          ¿Qué haremos? – interrogué
-          Tenemos que trepar el muro, nos colocamos en extremos diferentes, mientras yo distraigo a “Petete”, aprovechas pa’ subir al toque - explicó el colorao.
-          ¿Cómo entrarás?
-          No te preocupes, haré mancha con otros que quieran trepar y en el primer descuido, zaaaaasss me zampo.

La pared era de adobe antiguo, muy alta- o tal vez era mi temerosa percepción- una acequia la recorría en su totalidad, formando una barrera natural por la maleza tupida que crecía en sus bordes. Existía una pequeña zona, donde la acequia se alejaba de la pared, ese era el territorio celosamente resguardado por Petete.
En esta parte, entre las uniones de los adobes había pedazos de palos y piedras puntiagudas en forma de estacas, colocados allí como ayuda para treparla. La gente se apostaba en esta zona, para regocijarse y presenciar el espectáculo, celebrando con carcajadas cada vez que Petete acertaba en el cuerpo de un intruso y lo hacía retroceder. Decidimos intentarlo muy temprano, mientras menos personas mejor y tal vez Petete se podría apiadar de nosotros y nos daba una mano. Esto último nunca sucedería.

Después de caminar presurosos por el borde de la acequia, nos percatamos que la zona estaba sin curiosos, al girar nuestra mirada hacia la pared, estaba Petete observándonos todo el tiempo, junto a dos individuos más, con las mismas armas- varilla y látigo- intimidante en extremo. Además, las estacas habían desaparecido del muro y la acequia se encontraba en su máximo caudal, haciendo esta opción inviable para nosotros.

Justo al frente de esta parte de la pared, se erigía un frondoso árbol de mango, mudo testigo de todo lo que ocurría a su alrededor. Imponente, desde su copa disfrutabas de una envidiable y privilegiada vista del campo de juego y de gran parte de la ciudad. Estaba ubicado en una chacra abandonada, no se sabía nada del dueño, sin cerco protector que restringiera el paso, sólo las invasiones de los pobladores sin techo, amenazaban la supervivencia de los pocos árboles de mango que aún se mantenían en pie.

Decidimos descansar debajo de este enorme árbol, un aire fresco acariciaba nuestros rostros transpirados, el sol norteño ya empezaba hacer su trabajo. Tuvimos que alejarnos de su tronco, pues un desagradable olor emanaba de su alrededor, mezcla de orines con excremento humano, dejado allí por la mayoría de invasores cercanos.

Al mirarlo en tales condiciones, una extraña sensación recorrió mi cuerpo, sentí que nos pedía ayuda, su tronco cortado por armas filudas, mostraban huellas marcadas en donde aparecía palabras como: “Coyote”, “Bam Bam”, “Pavo”, seguidos de fechas que perpetuaban el vejamen realizado e informaban quiénes mandaban allí. Sabía que sólo era cuestión de tiempo para que no lo volviéramos a ver, la amenaza latente del crecimiento desordenado de la ciudad, jugaba en su contra.

-          ¿Ya viste? Petete trajo compañía, está tranca intentarlo- dijo el colorao algo contrariado.
-          Estamos casi solos acá, la gente se habrá pasado la voz, tal vez- atiné a decir.
-          Sí, eso será. Mejor sin tantos sapos, pero a esa pared no me acerco ni loco.
-          Yo tampoco-me apresuré en responder.
Un silencio intrigante nos acompañó por varios minutos, de repente el rostro del colorao se iluminó, como si hubiera encontrado la solución al problema
-          ¿Y si nos subimos al mango, ahora?, si te das cuenta no hay nadie, así que buscamos un buen lugar en las primeras ramas y esperamos hasta que empiece el partido
El colorao sabía que le tenía pánico a la altura, además era torpe tratando de escalar árboles. Mi amigo el “mono” Willy – el apodo se lo pusieron porque subía un árbol con una habilidad que emulaba al animal- tenía en el corral de su casa un viejo árbol de tamarindo. Alguna vez, intenté subir y a la mitad quedé paralizado, tuvieron que colocar una escalera para que suelte la rama a la que estaba asido y así poder bajar. Ese hecho corrió como reguero de pólvora entre mis amigos, tuve que soportar sus bromas por un buen tiempo.
-          ¿Ahorita?
-          Sí compare, pa’ ganar el espacio o quieres subir cuando esté el Coyote
-          No, no, pero es temprano y buuuuu falta bastante pa’l partido
-          Ta’ que siempre buscando la contra, a ver dame otra solución
-          Uhmm….no se me ocurre nada, tengo la mente en blanco, cumpita.
-          ¿Entonces?, debemos subir ya, porque llega el Coyote con sus patas y nos jodemos
-          Ya pe, pero voy achicar la bomba al toque.

Me alejé a una parte árida y comencé a miccionar, el colorao me siguió e hizo lo mismo, no pudimos hacerlo cerca al tronco del árbol, algo en nuestro interior lo impidió, suficiente con el daño visible que mostraba.

“Coyote” estaba cercano a los veinte años, se ganaba la vida vendiendo pescado en un puesto en el mercado, su padre cuando era pequeño lo castigaba severamente por su mal comportamiento con las personas y su poca predisposición al estudio.
A los catorce años, se le enfrentó y tiempo después se fugó de su casa. Armó una covacha con esteras cercana al árbol de mango, cuando comenzó a trabajar se mudó a un cuarto pequeño en la ciudad. Muchas veces, cuando con mis amigos nos íbamos a bañar a la acequia, lo divisábamos en la copa del árbol, cómodamente instalado, silbando alguna canción de moda.El mensaje que nos enviaba era que el árbol le pertenecía, un territorio con dueño, una zona restringida para nosotros.

Miramos para todos los lados, no se veía a nadie cerca. Django me hizo un ademán con la cabeza y corrió a velocidad con dirección al árbol, de inmediato sin pensarlo lo seguí. Su tronco era ancho y de corteza gruesa. Apenas iniciamos el ascenso, de los arbustos saltaron cual leopardos en busca de su presa, el “Coyote” y sus amigos. Todo el tiempo, estuvieron vigilando nuestros movimientos, caímos redonditos.
-          ¡¡¡ Sube rápido CARAJO ¡¡¡ - vociferó el “Pavo”, al mismo tiempo que me empujaba para que continuara ascendiendo.

Un frio helado se apoderó de todo mi cuerpo, agarré una rama gruesa, intentando quedarme allí. Los empujones unidos a todo tipo de insultos, me hicieron saber que no estaba de acuerdo. Me obligó a seguir subiendo, trataba de no mirar hacia abajo, tenía en la garganta un nudo, un llanto reprimido, a punto de explotar. No lo hice, tampoco decía nada, sólo me limitaba a subir y subir. Llegué a la copa del árbol, hasta ubicarme en una rama delgada.

El “Pavo” se colocó en la parte más gruesa de esa rama, impidiéndome el paso, en el supuesto que quisiera bajar. En esos instantes, busqué con la mirada a Django. Estaba en una rama también delgada, algo lejano y en sentido opuesto al mío. Nunca olvidaré la cara de pánico que mostraba, sus ojos estaban llorosos y también era custodiado para impedir que descienda. Traté de calmarme y acomodarme en aquella rama.
-          Si ves a tu viejo le gritas fuerteee o le silbaaaasss – gritó el colorao
-          Cállate ‘on de mierda, la próxima te empujo pa’ bajo ahhh – amenazó su “cuidador”
-          Gritas y te agarro a golpes, ya sabes ‘on. Se creen pendejos. Nos querían cagar, pues se jodieron- fue el mensaje que recibí.

No comprendía aún aquellas amenazas, porque tanto rencor en esas palabras. Su apodo era “Pavo”, no por el parecido, sino por la imitación perfecta que hacía del sonido que emite este animal. Flaco, nariz aguileña y frente amplia, mayor que nosotros. En ese momento, el temor que experimentaba no entendía si era a la altura, al “Pavo” o ambas.
El sol estaba en todo su esplendor, quemaba con intensidad. No sé cuánto tiempo estuve casi inmóvil, pensando a qué hora se rompería la rama. Traté de ensayar algunas posiciones, para tener algunas opciones cómodas para sentarme, al cabo no sabía cuánto tiempo estaría en ese lugar.

Comenzaron a subir más personas, sin insultos, empujones o cuidadores, con el adicional que elegían el espacio perfecto del árbol. Traté de mirar hacia abajo entre los espacios que dejaban ver las hojas, pude observar a dos personas entregarle dinero al “Coyote”, antes de comenzar a treparse. Recién relacioné todo. El “Coyote” nos estaba castigando por haber osado tratar de burlarlo. Habíamos olvidado que el árbol era de su “propiedad”, por tanto, si deseabas subir para ver el partido desde una vista privilegiada, tenías que pagar.
-          El sábado, Mónica irá al tono con Yuli- gritó el colorao, tratando de desviar mi atención hacia un tema agradable, ya que la chinita Yuli me gustaba.
-          Entonces, iremos compare de todas mangas – contesté sin mirarlo.
-          Bacán, también irá el mono, están casi todos los patas del barrio.
-          Colorao, ¿Ves la Iglesia?
-          Claro cumpa, es grandota. Aquí estamos cerca al cielo, carajo. Veo hasta mi casa.
-          No seas pendejo, no se ve nada, ta’ que eres palero.
-          Por mi Santísisisima Cruz – se apresuró a jurar para demostrarme que decía la verdad.
-          Ta’ bien te creo, cumpita- el sólo hecho de haber nombrado a la Cruz de Motupe, me aseguraba que no mentía.

Poco a poco, el árbol se fue llenando de más “inquilinos”, en su mayoría personas jóvenes, que llegaban en grupos. Pasaba ya el mediodía, lo sabía pues el sol nos caía en la cara y brazos.
La falta de alimento y agua, comenzaban a tener un efecto directo sobre nuestro cuerpo. Cogí unos pequeños mangos verdes aún, los limpié con mi polo, incrustando mis dientes, empecé a saborearlos, tenían mejor sabor si lo combinabas con sal.
Ya llevaba varias horas en aquella rama, me percaté del ingreso de mi padre con mi hermano, lo sacaba por la forma inconfundible que caminaba, se apostaron muy lejos desde donde me encontraba, así gritara con todas mis fuerzas, no me escucharían.
Se me vino a la mente, el espesado de choclo que mi mamá iba a cocinar ese día, seguro mi hermana lo estaba disfrutando, cambié de pensamiento ante el sonido que hizo mi estómago. Nunca antes había experimentado combinación de hambre y sed, es torturante. Desde mi posición escuchaba el pregonar de los vendedores: Humiiitaass, tortitaass, gaseoosaaass, chichaaaa de joraaaaaa, chiiifleeesss. Sólo atinaba a morder mi mango verde.
-          Ta’  me cagoo de hambree y seee – gritó el colorao
-          Come manguitos, comparito, están ricos
-          No veo ninguno por acá
-          Espera, te lanzo algunos
-          Están recontra chiquitoooosss y verdeessss, cumpitaaaa
-          Son los únicos que hay, trágatelos nomás, no jodas.

Desde esa posición tan alta, observaba todo a mi alrededor y la vista panorámica te dejaba sin palabras. Durante ese tiempo, un par de veces dirigí mi mirada hacia abajo, la altura intimidaba.
El “Pavo” no me molestaba, tampoco me dirigía palabra alguna, conversaba con sus amigos cercanos sobre la chacra, jornales y esas cosas. El estadio reventaba de gente, las barras ensayaban sus mejores cánticos, los pocos policías trataban de poner orden entre el público evitando que se invada la zona de juego.
Desde mi rama observaba todo. Miré hacia abajo y a los costados, el árbol también explotaba de gente. El “Coyote” y sus amigos, habían hecho el negocio de su vida, ese día. El “Pavo” y “Chico” – que cuidaba a Django- se fueron hacia unas ramas más abajo. Antes de bajar- el “Pavo” - me miró con burla y me dijo:
-          Oe chiquillo, agárrate fuerte, cuando sientas el terremoto, jajajaja.

Unos momentos después entendería lo que trató de decirme. Apenas se fue, me deslicé hacia el lugar que dejaba, ya que en esa parte la rama era un poco más gruesa. El hambre se me había pasado un poco, pero la boca la sentía reseca y el sol quemaba mi rostro en demasía, me saqué el polo, lo coloqué en forma de nudo en mi cabeza para protegerme.
Django también lo había hecho así, pero el rostro lo tenía color tomate. Había cambiado de posición, ahora estábamos más cercanos.
-          Nos salió mal el tiro cumpita, por eso no me gusta hacer planes- se quejó el colorao
-          No podemos bajar, somos los únicos monses que estamos en la punta.
-          Si, pe. Al principio estaba bien asustao, pero ahorita lo que jode es el sol y el hambre
-          No pienses en eso, cumpa. También me asusté, esos patas son abusivos, cuando baje le contaré a mi hermano pa’ que los haga cagar, vas a ver.
-          Yo le diré a mi tío Chepo pa’ que los agarre a jebazos, los hará llorar uno a uno.
Entre promesas de amenazas futuras, nos vengábamos imaginariamente por el atropello recibido. Nuestro diálogo fue interrumpido en forma brusca por una fuerte sacudida de nuestras ramas, la misma que llegaba acompañado por un griterío y silbidos infernales.
Logramos cogernos con fuerza, mientras el samaqueo nos llevaba hacia cualquier lado. Adopté una posición fetal, el movimiento y el ruido no cesaba, cerré los ojos, si miraba como se movían las ramas, tal vez me soltaba. Lo único que deseaba era que cese el movimiento, los minutos que duró fueron eternos, hasta que la intensidad fue pasando y hubo una ligera calma.

Miré hacia el estadio, el equipo del Cruz de Chalpón se encontraba en el campo de juego, ese hecho había provocado el “terremoto” en el árbol, el cual me advirtió el “Pavo”.
Los movimientos se repitieron varias veces, ante una falta no cobrada por el árbitro, un ataque del equipo visitante, pero ninguno se comparó con el gol del Chalpón, el “terremoto” fue de magnitud 9 grados o más en la escala de Richter, las ramas eran sacudidas como papel, nosotros permanecimos impregnados a ellas, en mi mente, el pensamiento recurrente era a qué hora se rompe la rama y me estrello contra el suelo.
Django me miraba con una cara de angustia notoria, lo que deseábamos era que la pesadilla acabe. Durante todo el encuentro, incluido el receso, si miré el partido tres veces fue demasiado, casi todo el tiempo estuve esperando la sacudida agarrado a mi rama.
Sin embargo, en medio de esta vorágine, sucedió un hecho insólito, mientras permanecía con los ojos cerrados, una especie de corriente ingresó por mis manos, llegando a mi mente. De pronto el ruido a mi alrededor se bloqueó, una voz reconfortante me invitaba a la calma, me decía que nada me iba a pasar y que confiara en sus ramas, ya que eran sus brazos, sólo confía en mí, me volvió a repetir.

En ese instante, abrí mis ojos, el movimiento había pasado. Estaba confundido, ¿escuché lo que escuché? El hambre o mi imaginación, me estaban tomando el pelo. Lo único que sé, es que, a partir de ese momento, el miedo se alejó de mí, la situación incómoda que estaba pasando, ya no lo era tanto. Surgió un aire de confianza respecto a que nada malo nos iba a suceder. Podría sin lugar a equivocarme que comencé casi a disfrutar el momento, sin tanto temor.

Se escuchó el pitazo final, sentimos un último remezón y después entre murmullos, comenzaron a descender del árbol. El sol había cambiado de color a anaranjado intenso, la gente del estadio también comenzó a retirarse. En la pared de adobe, la figura de Petete se había esfumado. Nosotros permanecíamos casi inmóviles en la parte más alta del árbol.
-          Cumpa hay que bajar, ya se fueron todos – dijo Django
-          ¿Ya se fueron?
-          Sí, sí creo que sí. No veo a nadie
Lentamente comenzamos el descenso, tanteando para poner los pies en la rama correcta, mientras una parte de mi pecho desnudo era marcado por los pequeños nudos de la corteza del árbol.
Conforme descendía, me asombraba el lugar donde habíamos estado minutos antes. Comenzó a oscurecer, aceleramos el paso hasta que tocamos tierra firme, creo que ese momento sólo se compara a la de un náufrago tocando la arena en la orilla de una playa.
Un olor nauseabundo se apoderó de nosotros, caminamos apresurados para alejarnos con la idea que venía del lugar, sin embargo, el olor persistía en ambos. Nos dimos cuenta que teníamos restos de excremento en el cuerpo y la ropa.

El “Coyote” y sus amigos, nos dejaron un regalito extra antes de retirarse, untaron todo el tronco con excremento, con el propósito de que nos embarremos al bajar, sucediendo exactamente eso.
Un silencio casi sepulcral nos invadió de regreso a nuestras casas, no pronunciamos ninguna palabra, mientras caminábamos casi por inercia. Nos ardía el cuerpo, estábamos sedientos, hambrientos y además “olorosos” en exceso. Los focos de los viejos postes de madera se encendieron, una luz tenue iluminó las calles.
La gente se mostraba alegre, había formado pequeños grupos en las esquinas o en las puertas de sus casas. Recién nos enterábamos que el Chalpón había ganado 1 a 0, había pasado a la siguiente fase de la Copa Perú.

La noticia no me alegró en absoluto, hubiera preferido que pierda. Imaginé otra vez, lo que iba a tener que soportar ese inmenso árbol de mango. Allí esperaría inmóvil, paciente, sin opción de queja, a que lleguen las “hordas” y “hagan su trabajo” por enésima vez, sin reparos ni remordimientos. La ciudad estaba de fiesta.

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Comentarios

  1. En los años que trabajaba en olmos escuché de la rivalidad que tenían con motúpe, aunque ahora está más calmado, años atrás era más acentuado. Buena experiencia licenciado. Un abrazo.

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    1. Esa rivalidad no solo era en el fútbol. Sin embargo, ahora no es así. Saludos

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  2. Qué buena narración, leerlo fue como estar en aquella olorosa aventura que vivieron juntos a mi papá Django.

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