LA CASA DEL ABUELO
La casa del abuelo era de adobe y techo de calamina empastado con una mezcla llamada “diablo”-yeso y cemento- de puertas de madera. Tenía un callejón, al lado izquierdo de éste estaban los diferentes ambientes y culminaba en el patio, con una hamaca multicolor que invitaba a descansar. Mi abuelo Roberto o como cariñosamente lo llamábamos “Papá", la habitaba en solitario desde que falleció mi abuela. La tranquilidad que se respiraba, solo se quebraba para las vacaciones de medio año, que coincidía con la festividad de la Santísima Cruz. La casa se llenaba de gente, gritos y colores, éramos tantos primos que, el abuelo solo entendía su presencia al hecho innegable de algún parentesco cercano.
- ¿hijo de quién es ese muchacho? - me decía solapadamente,
sin que Pepe se diera cuenta
- Es hijo de mi tía Dora, su nombre es Pepe –
le trataba de explicar.
- ¡Qué grande está! - respondía tratando de asumir
un falso asombro, puesto que, ni lo recordaba.
El simple hecho de vivir a cuatro puertas de su
casa, nos otorgaba cierta ventaja respecto a mis primos. La casa se convertía
en nuestro búnker, no necesitábamos salir a la calle para divertirnos hasta el
cansancio. Además, aprovechábamos cualquier petición de compra, para recibir
buenas propinas de nuestros generosos tíos.
Valía la espera, casi sin percatarnos llegaban
de nuevo a llenar vacíos, espantar tormentos y regalar vivencias en cada
encuentro. El abuelo irradiaba felicidad al ver a todos en su casa, y los
esperaba con un buen café pasado, cuajadas y pan de horno artesanal. Y a pesar
de la ropa obsequiada, no renunciaba a su pantalón dril, camisa blanca manga
larga y su inseparable sombrero de paja con una cinta negra bordeando la base
de la copa.
Recuerdo que, en su dormitorio tenía un baúl de
cedro en donde iban a parar todos los regalos. También había un pequeño cofre
donde depositaba las monedas. A veces, cuando ingresaba a la casa, al no
encontrarlo, me dirigía a su cuarto raudamente para “sustraer” algunas,
para después, abandonar el lugar a la velocidad de un rayo. Cierta vez, al abrir el baúl observé un
alacrán encima del cofre como si lo estuviera protegiendo, cerré el baúl y
esperé en la hamaca que llegara. Tenía el temor que el alacrán le causara
alguna herida. Al verlo entrar fui inmediatamente a su encuentro, aunque no
sabía la forma de advertirle del peligro, sin dejar evidencia de mis actos.
-
Papá , … este …, al pasar por tu cuarto me parece que, …, un alacrán se metió
por una rendija al baúl.
-
¿un
alacrán?
-
Sí
papá ., era uno grande.
-
Ahhh,
debe ser Panchito.
-
¿Panchito?
-
Él
está allí para picar a los rateros de monedas – dijo en tono sarcástico.
Comentarios
Publicar un comentario