AMISTAD PELIGROSA

Ruperto con el cabello despeinado y la barba crecida, atravesó el largo pasadizo de la casa, con el antebrazo se limpió el sudor, el sol estaba en todo su esplendor.
-          ¡Muchacho, sírveme algo de comer! - exclamó al ingresar al comedor dirigiéndose al inesperado visitante de turno.
Pancho, bordeaba los once años, cada vez que su madre viajaba a la capital a visitar a sus hermanos mayores, quedaba bajo la custodia de su tío materno. En la realidad, era a la inversa. La casa era inmensa, de adobe y enseres escasos, llena de telarañas y ausente de toques femeninos. Ruperto, presentaba algunos signos de decrepitud, sus setenta y tantos años, habían hecho mella en su espalda curvada. Nunca se casó o tuvo descendencia, su único familiar que le quedaba era Gloria, la madre de Pancho.
-          ¿me sirves otro poco?, el estofado de pollo está en su punto.
Pancho se volvió. Era enclenque aún, de ojos vivaces y nariz ancha. Cada vez, que su madre se ausentaba, libraba una batalla, con llanto incluido, para no acercarse a aquella casa. Al ser huérfano de padre, la única alternativa siempre era que se quede con el tío Ruperto.
-          Tío, lo siento, no hay más presas. En tu plato te puse dos. - replicó.
Aseó la vieja vajilla y se retiró hacia el patio. Había un enorme árbol de caucho, una de sus ramas chocaba con una calamina del techo de la casa vecina, se trepó, caminó por los alrededores, husmeando sin saber que buscaba, deslizándose hasta descubrir un tragaluz donde hacía falta un vidrio. Al asomar la cabeza por el agujero, una señora obesa estaba descansando en su cama, al percatarse de su presencia, dijo: “Te gustaría ver mi bizcocho”. Pancho regresó en el acto a la casa. “Porqué me suceden esas cosas “, pensó, mientras bajaba por las ramas del árbol.
Lo que más le aterrorizaba era la llegada de la noche, con ella la casa era invadida por insectos, roedores y murciélagos, habituales y ocasionales visitantes. Su cama, un oxidado catre de fierro con colchón de paja, se convertía en hamaca al sentir su frágil cuerpo. En una amplia habitación que hacía las veces de dormitorio, las dos camas estaban contiguas. El tío se acostaba temprano y arrastraba con él, a su sobrino. Apagaba el mechero y todo quedaba envuelto en la oscuridad.
Pancho se cubría con la frazada desde la cabeza a los pies, la visibilidad era nula, los ruidos que llegaban a sus oídos, hacían que su miedo se multiplique, Al costado, su tío no paraba de darse vueltas, mientras pronunciaba frases ininteligibles.
-          ¡Deja de joder !, ¡Quiero dormir, carajo! – vociferaba
-          Tío, ¿Qué pasa?, ¿A quién le hablas? - preguntó el joven tímidamente.
-          Nada, hijo duérmete, nomás. El maldito diablo está jalándome las patas, quiere que me levante para jugar a las cartas- respondió sin titubear.
Después de recibir semejante respuesta. Pancho comenzó a temblar, un frío helado cubrió su cuerpo. Al costado suyo, tenía al mismo satanás, fastidiando a su tío, y si después decidía molestarlo a él, pensó. Quería gritar, salir corriendo, pero no sabía a donde ir. Se agarró con fuerza de la frazada, su corazón latía a mil.
-          Pancho, no te preocupes, ya se fue. Siempre le gano al póquer, me aburre jugar con él -dijo el tío.
Pancho murmuró algo, a los pocos minutos, la habitación fue sacudida por los ronquidos de su compañero de turno. Conciliar el sueño era imposible. Cada ruido extraño lo percibió. Poco a poco, los primeros rayos del amanecer entraron por la ventana del salón. Recién logró conciliar el sueño. Había logrado superar la primera noche, aún restaban tres semanas, hasta el retorno de su madre, debía lograrlo, tenía que hacerlo, no tenía elección.


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